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¿A dónde vamos Chile?

Francisco Martínez: ¿A dónde vamos Chile?

Llegar lejos, construir grandes obras, desarrollar relaciones duraderas y alcanzar grandes cumbres son desafíos de alto riesgo que sólo algunos son capaces de abordar con éxito. No se logran intentando controlar todos los posibles escenarios, detalles ni circunstancias. Requieren de una mezcla de coraje y buen juicio para sortear los múltiples obstáculos que de seguro asaltarán al viajero, al constructor, al amante o al montañista. Sólo los que se atreven pueden conocer el éxtasis de superar grandes retos y sentirse fortalecidos para abordar nuevas y mayores aventuras.

Similares desafíos enfrentan las sociedades que, como los individuos, se diferencian entre las que escuchan asombradas los logros ajenos y las que son protagonistas de esas historias. Me pregunto si en la nuestra ya nos sentimos maduros, con ganas y capaces de ser protagonistas, o más bien nos aterra pasar al frente y preferimos seguir con la actitud juvenil de estar protegidos por un padre, por otro que ya ha peleado y ganado y a quien nos acomoda seguir, sin mucho riesgo y dispuestos a pagar la seguridad que se nos otorga con el sometimiento al que nos guía.

No lo tengo claro, aunque me entusiasma pensar, quizás con exceso de optimismo, que no es del todo impensable cortar nuestro ya desgastado cordón umbilical que nos hace dependientes de los creadores e innovadores y empezar a respirar con mayor autonomía y, por cierto, tomando el riesgo que requiere construir nuestro propio camino.

Este optimismo cobra mucha fuerza al ver que hoy el mundo experimenta una revolución tecnológica que ofrece oportunidades únicas a las sociedades jóvenes y emergentes con suficiente coraje para abandonar su zona de confort. Esta ventana de oportunidades no es para siempre, basta ver cómo revoluciones tecnológicas anteriores fueron aprovechadas por unos pocos países que con agilidad reordenaron sus sistemas para aprovechar el momento histórico, mientras otras perdieron ese “barco” que se alejó de ellos y no les quedó más que seguirlos.

La ventana de la nueva revolución tecnológica está aún abierta e invita a sumarse a la aventura. Muchos creadores e investigadores chilenos se han preparado para ello y están listos en la línea de partida: se formaron en las mejores universidades, crearon equipos de alto rendimiento demostrado, entablaron redes con los mejores del mundo, se organizaron para trabajar en grupos interdisciplinarios, y trabajan en universidades de gran prestigio. Están listos, pero la pregunta es si la sociedad lo está, si está dispuesta a tomar los riesgos, si se siente madura para intentarlo, si se tiene la mínima confianza para abordar desafíos mayores, de largo aliento y esfuerzo.

El optimismo de quienes están preparados se nubla, se oscurece cuando el país expresa sus reales prioridades, cuando define a qué está dispuesto, cuando decide cómo seguir. Eso ocurre cada cuatro años en las elecciones presidenciales y anualmente en el presupuesto de la Nación. Por ello hoy los optimistas estamos decepcionados, porque el presupuesto que se discute en el Parlamento indica que vamos en retroceso, no sólo estamos postergando tomar una decisión histórica para aprovechar la ventana tecnológica, sino que también retrocediendo a filas posteriores: estamos reduciendo el presupuesto en ciencia y tecnología en un 4,6% respecto del 2018.

Ya está muy repetido el dato de que invertimos apenas el 0,4% del PIB en ciencia y tecnología, mientras que los países de la OECD invierten en promedio el 2,4% y los más audaces (Israel y Corea) superan el 4%. Así, cuesta mucho entender nuestra actitud conservadora, que parece privilegiar una cierta seguridad temporal antes de salir a buscar nuevos horizontes en los campos de tecnología espacial, robótica, ciencia de datos, inteligencia artificial, sensorización, etc.

Me parece importante llamar la atención de los políticos respecto de esta grave situación, porque el rol del Estado es insustituible en cuanto a dar un fuerte impulso inicial; nada hemos avanzamos con el discurso de que los privados deberían tomar la iniciativa, más bien esperamos que se sumen a un proceso impulsado por el Estado. La actitud pasiva amenaza con consolidarse como parte de nuestra cultura, postergando estas decisiones año tras año mientras la revolución tecnológica avanza sin esperar a que nos decidamos a integrarnos a ella.

Tomamos medidas insulsas, como crear un nuevo ministerio que con ese presupuesto no podrá hacer mucho más que simular que algo hace y decir qué haremos más adelante. ¿A dónde vamos con esta actitud mojigata? ¡Somos capaces, creámoslo de una vez! Avancemos hasta una primera meta razonable: invertir el 1% del PIB en ciencia y tecnología. Este escalón inicial es esencial para comenzar un proceso de desarrollo basado en innovación y creación.

Esta columna fue originalmente publicada en Qué Pasa de La Tercera.

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