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Columna de Gabriel Vargas, candidato al Senado Universitario

Columna de Gabriel Vargas, candidato al Senado Universitario

Entre fines del siglo 19 e inicios del 20, nuestro país se vio enfrentado a una áspera discusión en relación a la educación en general y al rol de la educación pública como motor de su desarrollo y del bienestar de su gente, en particular. Se puede decir, tal como hoy, que se enfrentaban la noción de una sociedad docente, con el argumento de la libertad de enseñanza como un estandarte, versus la de un Estado docente con un fuerte protagonismo de la educación pública. Esta discusión tuvo la concurrencia de notables rectores de nuestra universidad. Ignacio Domeyko no dudó en enfrentar con decisión a don Abdón Cifuentes, Ministro de Instrucción Pública del Presidente Federico Errázuriz, cuando en 1872 decidió implantar la libertad de enseñanza ilimitada, casi sin control estatal y el libre acceso a las profesiones: “Bajo la apariencia de escuela apareció un verdadero bazar de venta de certificados, que emitió, en un solo año, hasta quinientos certificados de cursos efectuados y de exámenes rendidos donde ni siquiera hubo profesores (…) Las nuevas disposiciones del Ministro dieron origen al desorden en los liceos fiscales, se tradujeron pronto en una decadencia de los cursos universitarios y en ningún caso contribuyeron al desarrollo de mejores escuelas particulares, laicas y religiosas”.

Valentín Letelier en su “Lucha por la Cultura” (1895), definió luego, en forma notable, el rol de la educación formal e informal, como eje central del desarrollo libre, material y espiritual de cada ciudadano: “Si hemos de soltar las riendas del gobierno político no consintamos que se nos arrebate el gobierno moral de la República. Esa es la única garantía que tenemos de que no se paralizará el desarrollo de nuestra cultura. Que gobierne la coalición o que gobierne la alianza, importará muy poco, si la educación pública es educación liberal, si las instituciones son instituciones liberales, si son ideas liberales las ideas dominantes. Concentremos pues todas nuestras fuerzas para convertir al Estado Docente en un reducto inexpugnable que nos permita dar a la educación pública su carácter de educación nacional, sin tendencias oligárquicas, sin distinciones sectarias, sin propósitos de lucro”.

La Ley de Instrucción Primaria Obligatoria de 1920, incluida en la Constitución de 1925, constituyó el fundamento para el fructífero desarrollo que tuvo la educación pública en Chile durante los gobiernos posteriores, incluyendo el rol protagónico de las Escuelas Normales formadoras de profesores, de maestros, hasta antes de 1973.

Nuestro país vive hoy momentos inciertos y a la vez notables en que lo público, y en particular el rol de la educación pública, vuelve a ser relevante. Se han abierto posibilidades de discusión en ámbitos en los que, durante décadas, dominó hegemónicamente y a ultranza una visión político-económica que exacerbó el individualismo y el exitismo en las distintas esferas de nuestra sociedad. Si en los 80’s nuestra Universidad, desmembrada, fue obligada a resistir, en los 90’s y durante los 2000’s se abocó a la difícil tarea de su reconstrucción y su revitalización, pero en un contexto que nos llevó, entre otros, a asumir un 90% de autofinanciamiento, con un impacto no menor para los estudiantes y el conjunto de la comunidad en el caso de algunas disciplinas, con un esquema –de subsistencia- que conllevó una atomización de la institución, el alejamiento o la dificultad para el desarrollo de iniciativas de carácter multidisciplinario y nacional, así como la dificultad para el cultivo de las artes y las humanidades.

Pero si bien el presente tiene en el planteamiento anterior una lectura, el futuro pareciera ahora por lo menos más abierto.

La revitalización de la educación pública pasa por repensar el rol que tiene esta universidad en su cultivo, tanto desde la perspectiva de sus resultados en los distintos ámbitos del conocimiento científico y tecnológico, las artes, las humanidades, la formación académica, el desarrollo de la cultura en general, como de los procesos internos que hacen que tenga justamente ese carácter –público-, y que fundamentalmente reposan en la libertad, la equidad, el diálogo y el convencimiento por la razón, en la participación.

En este escenario, vale la pena preguntarse cómo darle mayor flexibilidad a nuestra universidad, recuperando y manteniendo su ethos. Cómo consolidar y potenciar la excelencia en su quehacer académico, su autonomía, la participación de la comunidad –vital en su carácter-, y cómo acrecentar su vocación republicana y su compromiso social. El cariño por esta institución, el reconocimiento de la labor de su gente, es lo que nos mueve a la mayoría de quienes de uno u otro modo la conformamos, y vale la pena dejar posiciones exclusivamente reduccionistas para abordar su presente y futuro desde la riqueza de su diversidad y complejidad.

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