La búsqueda del conocimiento es una actividad humana que podemos rastrear por varios milenios. Ya hace 25 siglos, en Grecia, Pitágoras enseñaba a sus discípulos los misterios de la naturaleza. El orden y la belleza del cosmos lo llevó a ver en el número la esencia de todo. La armonía se reflejaba en relaciones aritméticas sencillas; había matemáticas en todas las cosas.
Sin embargo, Pitágoras consideraba que el conocimiento era sólo para los iniciados, para sus discípulos, no para toda la gente, por lo que nunca escribió acerca de sus descubrimientos o de sus saberes. Él conversaba con sus seguidores, pero por temor a represalias de autoridades incultas, jamás se arriesgó a presentar públicamente sus pensamientos.
Esa idea de que el conocimiento no es de “consumo general” quedó arraigada por siglos en la academia. El enorme poder que tuvo la iglesia católica en la Edad Media y durante el Renacimiento afianzó la idea de que era mejor no manifestar públicamente un conocimiento nuevo, particularmente si iba en contra del saber de Aristóteles, que había sido adoptado por la iglesia como el único saber válido. El conocimiento es poder y eso lo hace ser sólo apropiado para estar en manos de quien lo ejerce. Una masa desinformada e inculta es mucho más fácil de manejar y manipular.
A fines del siglo XVII el gran científico holandés Christiaan Huygens publica su último libro titulado “Cosmotheoros (el observador de las estrellas): conjeturas relativas a los mundos planetarios, sus habitantes y producciones”. Se trata de un texto de divulgación que Huygens escribió, como era usanza de la época, en latín. Sin embargo, el mismo año de publicación -1698-, fue traducido al inglés, pero el editor en su prólogo pide disculpas por hacerlo pues muchos, -dice él-, considerarán de una enorme imprudencia poner ese conocimiento al alcance de gente que puede no entender el tema tratado e interpretarlo erróneamente. El conocimiento debe quedar protegido en el ámbito académico y no caer en manos de ignorantes. Cito este ejemplo, como hay muchos, que ilustran el punto: el conocimiento debe estar alejado de las masas.
Con la Revolución Francesa y la independencia de los Estados Unidos, a fines del siglo XVIII, soplan nuevos tiempos y la cultura y el conocimiento empiezan a permear hacia las clases medias de la sociedad. Los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad” hacen urgente democratizar el conocimiento y el acceso a la educación de las grandes masas que habían estado históricamente marginadas.
Las universidades europeas comenzaron a cambiar la forma de enfrentar el saber y su manera de transmitirlo a las siguientes generaciones. En las naciones jóvenes se inauguran nuevas universidades que van dando acceso lentamente a los saberes universales.
En nuestro país, con la fundación de la Universidad de Chile se hizo el intento de seguir esta ola modernizadora. Sin embargo, la educación no fue potenciada y a mediados del siglo XIX menos del 5% de la población era alfabetizada en escuelas primarias. Los niveles de analfabetismo en Chile eran enormes, pero las autoridades no tenían ningún problema en que las grandes masas del país fuesen analfabetas.
Con la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria del presidente Juan Luis Sanfuentes, en 1920, se intentó por vía legal abordar ese problema y es así como el analfabetismo disminuyó en el siglo XX, pero aún en nuestros días hay niveles preocupantes en adultos mayores de 40 años y un enorme analfabetismo funcional en la población en general.
Por todo lo anterior, divulgar la ciencia y la cultura es fundamental si queremos tener un país mejor informado y más culto. La gran mayoría del país no puede mantenerse permanentemente desinformada. Con la mayor esperanza de vida de la población y la velocidad con que cambia el conocimiento es muy importante mantener a toda la ciudadanía lo mejor informada posible.
Divulgar los saberes es una parte fundamental de las universidades del Estado. No podemos sólo transmitir el conocimiento a la próxima generación de profesionales. El compromiso es con el país y toda su gente. La divulgación no puede seguir siendo “la parte ignorada o subvalorada” de la misión universitaria.