En su último año de colegio, en 1964, Nelson Zamorano tenía pensado su futuro profesional: entraría a la Universidad Técnica del Estado (UTE, actual U. de Santiago) y sería técnico mecánico. Su sueño era graduarse y tener su propio local en calle 10 de julio. Sería matricero, una persona capaz de diseñar y reproducir exactamente cualquier pieza que le pidieran.
“Jamás me pregunté cuánto iba a ganar o si ganaba más como ingeniero. A mí me gustaba eso y yo no iba a hacer algo que no me gustara, eso era lo que decía”, recuerda. Hasta que un cuñado le explicó que si se arrepentía de ser técnico y quería ser ingeniero le iba a costar mucho más que si estando en ingeniería quería ser técnico. Tiempo después descubrió que había sido su padre quien le había pedido a su cuñado que lo convenciera, porque creía que a él no le iba a hacer caso y estaba seguro de que su hijo podía ser ingeniero.
Su sospecha estaba fundada en los gustos que desde pequeño había mostrado Nelson: llegaba del colegio a tomar once escuchando la radio y leyendo el ‘Manual de Automóviles’ de Arias-Paz (un libro de más de mil páginas sobre mecánica) y hacía extrañas peticiones, como querer hacer un curso por correspondencia de la National School, porque lo había visto en la revista Mecánica Popular y le regalarían una caja de herramientas. Si bien su padre no pudo pagarle ese curso, buscó uno más económico y en segundo medio ya tenía su título de mecánico de automóviles por correspondencia, aunque no aprendió mucho más de lo que ya sabía por los libros de mecánica y física que leía, y el trabajo de verano como mecánico en el taller de su hermano, asegura.
Le fue lo suficientemente bien en la Prueba de Aptitud Académica como para entrar a Ingeniería Civil Mecánica en la FCFM, pero llegó al quinto año y descubrió que algo le gustaba mucho más. “Apareció en Física el profesor Lippo Bernstein. Venía llegando de Israel y quería hacer detectores de estado sólido. A mí me interesó el tema y empecé a trabajar en los laboratorios de física. Esencialmente hice un detector de germanio-litio bajo sus instrucciones.
Fue ahí cuando se dio cuenta de que quería dedicarse a la física. “Yo era ingeniero, no tenía idea de semiconductores, nunca había hecho un curso de eso. Para mí era fantástico, hice un detector de germanio-litio con mis manos, siguiendo instrucciones del profesor; corté el cristal, lo pulí, había hecho una cuestión que ahora acercaba un cigarro y salía una corriente. ¡No lo podía entender! Ese fue el punto clave, estaba haciendo algo que no entendía nada, entonces dije: ‘tengo que estudiar física’. Me inscribí en el Magíster y empecé a estudiar”, cuenta.
Irónico y risitas
Tras terminar la carrera y el magíster en la FCFM, partió a la Universidad de Texas, en Austin, EE.UU., donde estuvo por seis años especializándose en Física relatividad general. Volvió en 1981 para ser profesor e investigador en la Facultad, a pesar de que nunca pensó que se dedicaría a eso. ¿La razón? No tenía buen comportamiento en el colegio. Le iba bien, pero en conducta alguna vez un profesor le puso un 3 y escribió “irónico y risitas” en el libro de anotaciones.
“Siempre me sentaba atrás y cuando los profes decían algo y yo creía que se habían equivocado, los molestaba. Uno tiene fans atrás, los otros aumentan el ego, entonces no tenía buena conducta. Me iba bien en física y matemática, pero yo creo que aprendí en el libro de Arias-Paz”, dice.
Eso hace más raro lo que pasó después, cuando se le ocurrió crear la Escuela de Verano (EdV), en enero de 1990. Haciendo clases en primer año se dio cuenta de que habían alumnos muy buenos que podrían haber aprendido lo que les estaba enseñando antes de entrar a la universidad, idealmente en el colegio. De ahí nació la idea de hacer el curso en verano. “Con varios golpes, fuimos aprendiendo cómo hacerlo”, dice.
No tenía un programa y la idea con la que se presentó al decano de entonces -Mauricio Sarrazín- y luego al Consejo de Escuela no fue entendida a la primera, porque él quería que el curso fuera reconocido como si se hubiese hecho en primer año de universidad. Les dijo que no haría recorridos para mostrar la Facultad y contarles cómo era, sino enseñar la física y matemática que necesitaban saber. Si no era eso, entonces no lo haría.
Logró que el proyecto fuera aprobado, pero nadie creía mucho en él, excepto Mauricio Sarrazín, dice, quien lo apoyó, aunque trató de mantenerse al margen. “Él nos dio plata y nos puso una secretaria. Eran como 200 lucas, con esas compré algo y contraté como cinco o seis alumnos. Cada uno tenía que ir a 10 colegios. Salieron re entusiasmados. Así empezó”, cuenta. La ayuda de Iván Braga, entonces estudiante de magíster, y de la secretaria Susana Garay, fue fundamental.
En el camino notaron el primer error: la inscripción gratuita. “En la primera versión había como 90 inscritos, pero cuando es gratis, te inscribes y después no vienes nomás. Ese fue un gran problema para nosotros, porque nos preparamos para 90 y vinieron como 60. Puede que el primer día hayan venido 90, pero vieron que era muy difícil y no siguieron más”. Entonces el único curso disponible era Física y no era fácil. “Era mucho más descriteriado que ahora”, asegura. Las clases comenzaban a las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, por seis semanas, por lo que había clases la primera semana de febrero, cuando todo estaba cerrado.
“Mirando para atrás pienso que no me daría el cuero para hacer algo así ahora, ¡cómo fui tan loco! Los alumnos entraban, había un solo tipo que quedaba a cargo en la sala, pero no había cómo sacar fotocopias o libros. Esto se podía hacer 30 años atrás, hoy día no lo puedo hacer, porque no vendría nadie. En ese tiempo no habían PDF, Internet y se podía hacer eso. Esa era la entretención. Salieron gallos muy buenos de ahí”.
La visión de los alumnos
Felipe Barra, profesor y actual director del Departamento de Física, fue alumno en la primera versión de la EdV y recuerda que en el curso de Física veían básicamente lo que se enseña en el primer semestre de primer año en la FCFM. “No había otros cursos como ahora y las clases eran en la sala grande de Geología. No recuerdo que entráramos a la Escuela, salíamos a la plaza Ercilla para el recreo. Yo ahora veo que los alumnos están en la Facultad una parte importante del día. Nosotros veníamos a las clases y volvíamos a la casa”, dice.
Bárbara Poblete, hoy académica del Departamento de Computación y quien también participó de algunos cursos, señala que fue una experiencia muy buena, que le sirvió para conocer cómo era ir a la universidad y adelantar algo de materia en los primeros cursos de plan común. “Cuando yo fui a la EdV la oferta se limitaba a un par de cursos de primer año de plan común, creo que Cálculo y Física, los cuales se tomaban en 3º y 4º medio. Ahora en cambio, la EdV tiene una oferta muy amplia de cursos de varias carreras diferentes, además de ir dirigida a un público mucho más amplio. Abarca desde enseñanza básica a enseñanza media, ayudando a niños a desarrollar sus aptitudes desde pequeños y a explorar diferentes temas que quizás de otra manera nunca podrían conocer”, sostiene.
Claudio Falcón, también académico del Departamento de Física y exalumno de la EdV en 1999 y el 2000, llegó desde Talca. “Postulé y quedé en la EdV. No tenía idea de lo que era, aprobé Física I a punta de 4 y 5, y volví a Física II. Cuando hice la primera me metí colado a Astronomía, a Matemática y a otros cursos más. Me dediqué a ver qué es lo que la gente hacía y lo encontré tan choro que dije: tengo que volver”, cuenta.
Era un mes completo de clases y causó tanta impresión en él que contagió a sus hermanos, quienes también vivieron la experiencia años después. Luego lo vivió como profesor. “Es súper desafiante, súper entretenido. Hay un grado de compromiso igual que el que uno tiene con los estudiantes de la U, la diferencia es ver todo en un mes con jóvenes que son un poco más chicos y hay que adaptar un poco el curso sin bajar el nivel. Desde que hago clases en la EdV el examen final es el examen del año de Introducción a la Física de la “U”. Chicos de 3º medio tienen un examen de estudiantes de 1º de universidad y lo impresionante es que lo aprueba el 60%. Cuando les cuentas que tomaron un examen de la U, tiran los cuadernos, se aplauden, porque para ellos esto es la U, yo me la puedo, independiente de dónde venga. Es súper gratificante y una responsabilidad súper grande”, dice.
“Nelson ha hecho esto de manera muy persistente por un tiempo largo y por sobre todo, creo yo, siempre tratando de buscar una mejor experiencia para el alumno sin anteponer los posibles intereses de su departamento o facultad”, sostiene.
Claudio Falcón destaca que la EdV se ha convertido en la única actividad de extensión que abarca toda la Casa de Bello al incorporar a todas las facultades, académicos, estudiantes, auxiliares y profesionales. “Es la casa de estudios completa que se abre para recibir cabros que no son alumnos de la Universidad. Se requiere una personalidad muy especial para mirar eso a futuro, mantenerlo y potenciarlo. Sin Nelson esta cuestión no funcionaría, la tozudez, motor, ímpetu, el ser porfiado, en el sentido de que esto es importante. Sin él esto sería una linda idea de hace 30 años, que duró un semestre y qué bien, pero que se mantenga, se expanda, se construya y que ahora quieran copiarla, es por Nelson”, asegura.
Crecimiento explosivo
Los cursos fueron creciendo de acuerdo a lo que los propios alumnos decían que les faltaba. Lo primero que pidieron fue Matemáticas, pero fue imposible convencer a los profesores de ese departamento para que participaran. “Me dijeron ‘esa cuestión que estás haciendo no está bien, así no se enseñan las matemáticas’, y puede ser cierto en el sentido de que yo enseñaba matemáticas como los físicos. Me dijeron que no. Pero era, y, todavía sigo siendo, un poco porfiado, así que fui y encontré al profesor Luis Levet, que hacía clases en un colegio, y con Domingo Almendras, hicieron el primer curso de Matemática”, dice Nelson.
La idea prosperó. Después de matemáticas, los estudiantes siguieron dando ideas de cursos que querían y así llegó Teatro, y se llenó. “Había como cuatro secciones, ahora hay una, porque no hay dónde hacerlo, no hay ninguna facultad que quiera prestar sus dependencias para eso”, indica.
Con el tiempo, los matemáticos cedieron cuando Leonor Varas -hoy directora del Demre y que entonces era directora del departamento- aceptó participar ante los ruegos de Zamorano. “Hizo el curso y quedó maravillada y trajo a todos los otros profesores de matemática. Ahora tenemos siete cursos. No está Leonor, pero la tradición se mantuvo”, cuenta.
Se unió Psicología, Astronomía, Sociología, Química, pero el gran salto se produjo con Biotecnología, en 1997. “El profesor Juan Asenjo vino un par de veces a hablar conmigo, pero yo no le tenía mucha fe a ese curso, pensaba que los alumnos preferían Medicina, así que no era mi prioridad. Hasta que Asenjo dijo que lo iba a hacer igual. Postularon más de 400 alumnos. Llenó el (auditorio) Gorbea, había por lo menos 250, ¡hasta una niña de Isla de Pascua!”, recuerda.
Después de eso se sumaron más cursos de Biología, Fisiología, y la cantidad de alumnos siguió creciendo hasta superar los 3.500 postulantes actuales. La FCFM es la sede mayor con cerca de 1.500 alumnos en enero, seguida por Medicina con alrededor de 700 y después el campus Sur, Gómez Millas, FAU y FEN. Matemáticas es uno de los cursos más solicitados y ahora incluso se hacen cursos en invierno para niños desde quinto básico.
En ese crecimiento, Zamorano destaca el apoyo de Alejandra Ávila, exsubdirectora de la EdV. “Se hizo cargo de la EdV cuando pasamos un mal año. Gracias a su empuje, cariño por el proyecto y mucho trabajo logró ampliar la llegada de la EdV a varias facultades que no creían en un proyecto de este tipo, y a trabajar con la Vicerrectoría Académica, apoyando iniciativas de inclusión que hoy se ven con buenos ojos”, señala.
Pero el problema actual de la EdV, dice Zamorano, es que faltan profesores. “Llegamos a un límite en que ya ni sacamos póster, porque sin ellos igual llegan 3.500-3.600 estudiantes y no podemos atender más, porque no tenemos profesores. Yo lo entiendo, si aquí (en la Universidad) se califica a la gente por la investigación”, asegura.
Hoy otras universidades que están replicando la idea y realizan sus propios cursos. Con eso, cree, la demanda por los cursos de la Universidad de Chile debería disminuir, y en el futuro, agrega, la EdV ni siquiera debería existir, porque los alumnos deberían salir del colegio sabiendo lo que ahora se les enseña en verano. Para ello, también hay que preparar profesores, una tarea que reconoce muy compleja.
Si bien existe un diplomado para profesores que surgió al alero de la EdV, en el que se trata de transmitir las experiencias con los jóvenes, los educadores no sólo tienen trabajo en exceso, sino que es muy difícil cambiarles su estilo, dice. “Lo que falta al enseñar ciencia en los colegios es que hagan cosas. Hay buenos profesores, pero no hacen laboratorio y sin laboratorio los niños no aprenden ciencia. Si toman un resorte y hacen un par de cosas, no es lo mismo que alguien en la pizarra empiece a explicar”, enfatiza. “Los celulares actuales, que los niños manejan a la perfección, deberían ser un gran aliado, pero muchos profesores aún les temen”, señala.
No le gusta decir que está orgulloso de lo que creó con la EdV, pero le encanta el proyecto, “por eso lo hice, y casi todo en la vida lo he hecho de esa manera”, indica el profesor. “Hay un director de Escuela que me dijo que si seguía en esto mi carrera en vez de subir iba a ir retrocediendo, fue bien sincero y eso que me apoyaba en todas las cuestiones. Creo que más que decir que estoy contento, puedo decir que lo he pasado súper bien”, asegura.