Un equipo del Departamento de Física de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile descubrió que el movimiento colectivo de las bacterias puede ser controlado. El hallazgo abre la posibilidad de usarlas como pequeñas “máquinas vivientes” para crear nuevas tecnologías y aplicaciones en distintos ámbitos.
El estudio, publicado recientemente en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), fue realizado como parte de la tesis de Doctorado de Cristian Villalobos-Concha, junto a los profesores del DFI, María Luisa Cordero y Rodrigo Soto, entre otros investigadores/as nacionales y extranjeros. Esta investigación abordó un estado conocido como “turbulencia activa”, que producen las bacterias cuando nadan en altas concentraciones.
Las suspensiones bacterianas son un ejemplo paradigmático de materia activa, sistemas compuestos por muchos “individuos o agentes” que se mueven de forma coordinada consumiendo energía y manteniéndose fuera del equilibrio termodinámico. “Cada bacteria perturba el fluido circundante a través de los flujos generados por su autopropulsión. Comprender las propiedades genéricas conferidas por esta situación fuera del equilibrio es clave para numerosas aplicaciones biológicas o biotecnológicas”, aclara el estudio.
La investigación
Según explica la Dra. María Luisa Cordero, las bacterias se propulsan ya sea para trasladarse o escapar de sustancias que pueden ser nocivas. “Al estar muy concentradas, empiezan a generar movimientos colectivos que recuerdan a las turbulencias que vemos en el aire, a escalas mucho más grandes que una bacteria. Uno no esperaría este tipo de comportamiento a estas escalas”, señala.
Durante años físicos, de todo el mundo han intentado entender este mecanismo, buscando comprender sus propiedades para el desarrollo de posibles aplicaciones. Si embargo, hasta ahora se desconocían detalles de los factores que pueden determinar el movimiento específico de las bacterias.
Para estudiar las propiedades de estos movimientos, las y los investigadores del DFI confinaron a las bacterias dentro de una gota. En lugar de observarlas directamente, lo hicieron a través de una partícula incorporada en el fluido, la cual interactuaba con las bacterias y actuó como un “sensor”, mostrando cómo el líquido se desplazaba bajo su influencia. “Estamos hablando de una gotita de 100 micrómetros de diámetro, el equivalente al grosor de un cabello humano. Las bacterias no solamente nadaban sino que además, movían esta partícula que estaba al interior de la gota”, explica María Luisa Cordero.
Hallazgos y aplicaciones
Las conclusiones indican que el desplazamiento de las bacterias no solo depende de la velocidad con que se mueven, o la cantidad de bacterias, sino también del tamaño de la gota y del tamaño de la partícula que actúa como “sensor”. “Esencialmente hablamos del espacio que tienen las partículas para moverse. En este caso los bordes inciden también en el movimiento, a diferencia de un sistema en equilibrio, por ejemplo una habitación, donde la temperatura es la misma al interior, a pesar de las paredes”, aclara María Luisa Cordero.
¿Cuál es la importancia de entender este fenómeno? Los entornos confinados, comunes tanto en la naturaleza como en dispositivos de microbioreactores, son particularmente relevantes, detalla la publicación. La profesora Cordero compara a las bacterias con un diminuto robot, que posee una suerte de “motor interno”, gracias a la energía que obtienen de nutrientes y reacciones químicas.
Esto, concluye la investigadora, permite pensar en aplicaciones en biotecnología, medicina, medio ambiente, nuevos materiales y ciencia básica.“Imaginemos que ponemos bacterias que producen insulina en una gota: si somos capaces de manejar la energía que están inyectando, entonces puedo trasladar esa gota a un lugar donde se podría ocupar esa insulina para personas que sufren diabetes, por ejemplo”.
Los hallazgos sobre movimiento bacteriano confinado permitirán desarrollar modelos para estudiar sistemas complejos, con aplicaciones futuras en áreas como las simulaciones computacionales, o el desarrollo de nuevos dispositivos o sensores biológicos con aplicaciones industriales.