Hace 66 millones de años nuestro planeta vivió uno de los peores días de su historia. Un bólido de entre 10 y 80 km de diámetro, con una masa de al menos un billón de toneladas (equivalente al material que se removería luego de 20 mil años de operaciones de Chuquicamata asumiendo la actual tasa de operaciones), impactó la Tierra con una velocidad de alrededor de 20 km/s (59 veces la velocidad del sonido), depositando más de 50,000 veces la energía equivalente a todo el arsenal nuclear disponible actualmente. ¿Qué ocurrió luego del impacto? ¿Es posible que vuelvan a ocurrir eventos como este o de menor magnitud? ¿Existen esfuerzos para prevenirlos?
El bólido impactó un océano poco profundo sobre una placa continental, en la actual península de Yucatán en México, dejando un cráter de 180 km de diámetro, conocido como cráter de Chicxulub. Este cráter se puede observar como variaciones en la composición y densidad del material en la zona en forma de anillos concéntricos. Estos anillos han desviado el curso de las aguas subterráneas de la zona, erosionado la piedra caliza de la península y formado miles de sumidores o ‘cenotes’ (muy populares para el turismo de la zona) dispuestos a lo largo del anillo más externo.
La enorme velocidad del bólido habría vaporizado el material en la superficie cerca del impacto casi instantáneamente, derritiendo la corteza terrestre y dejándola oscilar para formar los anillos que vemos actualmente. El impacto habría producido ondas de choque que en decenas de minutos habrían producido terremotos de hasta magnitud 11 a miles de kilómetros desde el epicentro, tsunamis de cientos de metros de altura que en algunas horas habrían alcanzado las costas a miles de kilómetros de distancia y una lluvia de partículas incandescentes que en algunas horas habría cubierto casi todo el planeta,
Las partículas incandescentes habrían provocado un ‘pulso infrarrojo’ que en unas horas habría quemado prácticamente todo el material orgánico en la superficie del planeta. En el sitio arqueológico Tanis en EE. UU. se pueden observar peces fosilizados que habrían muerto en el momento del impacto, con una alta concentración de partículas provenientes de la colisión en sus agallas. Estudiando sus huesos fosilizados se ha inferido que el impacto ocurrió en una primavera del hemisferio norte. La composición de la placa continental donde ocurrió el impacto resultó en la inyección de grandes cantidades de azufre en la atmósfera, que junto con las cenizas de la quema del material orgánico bloquearon la luz del sol por varios años, provocando un invierno que afectó también la vida acuática. Este azufre provocaría también lluvia ácida que durante años alteraría la vida en ríos, lagos y océanos. Finalmente, la quema de material orgánico en la superficie resultó en la emisión de grandes cantidades de gases de efecto invernadero que permanecieron en la atmósfera por miles de años, provocando un calentamiento global posterior que se asemeja al que estamos empezando a experimentar en el presente.
Como resultado, más del 76% de las especies del planeta se extinguieron, acabando con el reinado de aproximadamente 170 millones de años de los dinosaurios (con la excepción de las aves). Los dinosaurios, que habían desplazado a los cocodrilos en episodios de extinción masiva anteriores, estaban exquisitamente adaptados para la vida en el planeta en ese momento, con un sistema visual y respiratorio mucho más eficientes al nuestro y pudiendo alcanzar enormes tamaños gracias a varios factores como su sistema de reproducción más eficiente. Sin embargo, no estaban adaptados para este tipo de eventos. Entre los sobrevivientes se encontraban algunos mamíferos, aves, o cocodrilos que lograron refugiarse en madrigueras o bajo el agua durante el pulso infrarrojo y que fueron capaces de encontrar y procesar comida para sobrevivir la escasez del invierno posterior.
Afortunadamente, eventos como Chicxulub son extremadamente poco comunes, tal vez este fue el mayor impacto de un bólido que la vida multicelular macroscópica haya experimentado. Sin embargo, existe un continuo de tamaños de bólidos que podrían chocar con la tierra: mientras más pequeños, más frecuentes. Desde aquellos con diámetros de 10 km, como el que formó el cráter de Chicxulub, cada 250-500 millones de años; de 5 km, cada 30-60 millones de años; de 1 km, cada 0.1-1 millones de años; hasta bólidos de 50-60 m, cada 100-1000 años, como el que se observó en la región de Tunguska en Siberia en 1908, y que aplastó los árboles de un bosque en un radio de 30-40 km.
El primer experimento diseñado para intencionalmente desviar un asteroide acaba de ocurrir la semana pasada, el Double Asteroid Redirection Test o DART (ver columna de Gaspar Galaz). En este experimento, un proyectil fue lanzado a gran velocidad sobre Dimorphos, un asteroide de 160 m de diámetro que orbita cada 11.9 horas y a una distancia de aproximadamente un kilómetro alrededor del asteroide Dydimos, de 780 m de diámetro. En las próximas semanas tendremos las primeras mediciones del nuevo período de rotación de Dimorphos alrededor de Dydimos, que se espera se haya reducido unos 7 min, pero que en realidad depende de cuánto material haya sido eyectado durante el impacto y de la estructura interna de Dimorphos. Los datos que se han recolectado desde LICIACube, un satélite que acompañó a DART para fotografiar el evento desde unos 60 km de distancia, así como desde varios observatorios en la tierra y en el espacio, y sobre todo luego de la futura visita de la sonda europea Heras que se lanzará en 2024, nos permitirán caracterizar más precisamente las propiedades físicas del sistema post impacto y así entender mejor cómo desviar un asteroide de similares características en el futuro.
Varios observatorios ubicados en Chile juegan un rol clave en identificar la población de objetos que podrían impactar nuestro planeta. Los telescopios ATLAS, ubicados en Hawaii, Chile y Sudáfrica son la primera línea de defensa para alertar sobre objetos que podrían destruir una ciudad con unos días de anticipación. El observatorio Vera C. Rubin, con un espejo de 8 metros de diámetro y la mayor cámara digital de la próxima década, será más sensible y nos permitirá alertar acerca de la presencia de objetos peligrosos con mayor anticipación. El cráter de Chicxulub y el reciente experimento DART nos recuerdan acerca de la importancia de estos observatorios y sobre lo frágil que es la vida en nuestro planeta.