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El acelerador de partículas

El acelerador de partículas

Cuando comenzó a operar el acelerador de partículas a fines de los 50 en la FCFM, no sólo los átomos se aceleraron: todo el desarrollo de la física nacional se aceleró desde el momento en que ese aparato comenzó a funcionar.

Hasta la primera mitad del siglo XX, la física pura como objeto de estudio no tenía cabida en Chile. Si bien se habían realizado esfuerzos esporádicos por hacer investigación en el área, y ciertas publicaciones demostraban el interés de algunos ingenieros por temas netamente científicos, estas iniciativas no habían logrado generar una tradición de investigación en física, y aún faltaban varios años para que se pensara en abrir una carrera de pregrado en esta área (situación que se concretó recién en 1960).

Esta situación tenía inquieto al rector de la Universidad de Chile, Juan Gómez Millas, quien consideraba que ningún país –por muy pobre que fuese– debía dejar de hacer investigación científica, porque esto tendría un impacto muy grande en su desarrollo. Fiel a ese ideal, y entusiasmado por un viaje a Europa que lo puso en contacto con aparatos de laboratorios de última generación, el rector hizo una apuesta por la ciencia y decidió encargar un acelerador de partículas Cockcroft-Walton a la empresa Philips en Holanda (1954). De esta forma, la Universidad de Chile seguiría una tendencia mundial que por ese entonces tenía a muchas instituciones del mundo investigando el desarrollo de la energía atómica.

“Muchos podrán decir que las cosas debieron hacerse al revés: primero disponer de la gente especializada y luego adquirir la máquina, porque hay ejemplos de casos donde llegaron los equipos y quedaron abandonados sin que nadie los utilizara. El caso es que Gómez Millas optó por adquirir primero el acelerador para luego agrupar en torno a él a las personas que se formarían para hacer investigación en física nuclear. Y no se equivocó”, recuerda el académico del Departamento de Física Patricio Martens, quien se incorporó a este grupo en 1957.

La tarea para quienes comenzarían a trabajar en torno al acelerador era heroica. Y así se los hizo saber el rector Gómez Millas a los incipientes investigadores: “Don Juan nos dio una charla acerca de su visión de Ciencias Físicas, Químicas, Biológicas y Matemáticas en la Universidad, enfatizando que todo dependía de nosotros, los seleccionados para esa labor y que todo quedaba en nuestras manos”, señala Jacobo Rapaport exacadémico de la FCFM, en un escrito que recuerda las vivencias de aquella época. Según cuenta Rapaport, los encargados de esta inédita tarea fueron desde un principio él junto a Jaime Escudero y Jorge Zamudio. En 1955 se integraron Lincoyán González, Igor Saavedra y Alex Trier, y luego Mallen Gajardo, Egbert Hesse, Patricio Martens y Patricio Riveros. Ellos trabajaron en el Laboratorio de Física Nuclear, que dependía directamente del decano y estaba reservado exclusivamente para la investigación.

El cerco de seguridad

El 12 de septiembre de 1956, con la presencia del Presidente de la República Carlos Ibáñez del Campo, se inauguró en la FCFM el Laboratorio de Física Nuclear, luego de varios años de preparación pues el acelerador demandaba una infraestructura especial y una serie de laboratorios anexos para asegurar su buen funcionamiento.

La instalación y operación inicial del acelerador contó con la asesoría del Dr. Henrik Spaa, un experto holandés en radiactividad. Bajo su supervisión se realizaron todos los ajustes necesarios para echar a andar el nuevo instrumento que debía contar con estrictas medidas de seguridad. El sector sur oriente del actual edificio de Física, donde se instaló inicialmente el acelerador, debió ser modificado para recibir al nuevo huésped. El Cockcroft-Walton ocupaba dos pisos y para poder instalarlo se intervino el techo, se construyó una nueva losa por sobre el nivel del suelo, se cubrieron los muros con una malla metálica para aislar el campo eléctrico y una puerta con plomo para proteger de los Rayos X que se generaban, y se construyó un muro de un metro de espesor provisto de una ventana de agua (para permitir un monitoreo visual), que separaba a los operadores en la sala de comando del recinto contiguo donde se generaba el flujo de neutrones durante la operación de la máquina.

“El sistema de alta tensión continua del acelerador podía alcanzar teóricamente hasta los 800 mil voltios. Sin embargo, dada las condiciones ambientales, el máximo logrado fue de alrededor de 620 mil voltios. Más allá de esto se producían las indeseables descargas eléctricas, donde retumbaba todo”, cuenta Martens, quien se integró al laboratorio poco después de que los expertos holandeses instalaron la máquina.

Los experimentos que se realizaron gracias al Cockcroft-Walton dieron lugar a una serie de trabajos y publicaciones en distintas áreas más allá de la física nuclear, como fueron la radioquímica y la biofísica. Bajo la dirección de un físico holandés, el Dr. J. J. van Loef, en 1958 y luego en 1959 aparecen los primeros trabajos científicos publicados en revistas internacionales. [“Nuclear Instruments”, vol. 3, pág 85 y “Physical Review”, vol 114, pág. 565].

“La máquina estaba diseñada en principio como generador de neutrones, para lo cual era necesario acelerar deuterones (iones de deuterio, un isótopo del hidrógeno), haciéndolos incidir sobre blancos constituidos por berilio o alternativamente por deuterio. De las reacciones nucleares producidas en cada uno de estos casos se obtenían haces de neutrones que eran usados a su vez como proyectiles para inducir nuevas reacciones, objetos de estudio. El interés de este tipo de trabajos radicaba, a manera de ejemplo, en su aprovechamiento en la investigación de propiedades de materiales para el diseño de blindajes en reactores (medición de secciones eficaces), o para el estudio de mecanismos de reacción nuclear y estudio de modelos nucleares, a través de mediciones de scattering inelástico, entre otras cosas”, ex-plica Martens y agrega: “Nosotros no podíamos competir con las grandes máquinas que había en esa época en el extranjero, ni era nuestra intención, sin embargo, lo que hacíamos era importante para el país”.

Pero el acelerador dio para mucho más que la investigación. También era una carta bajo la manga a la hora del mechoneo. Si bien la comunidad beauchefiana ya estaba acostumbrada al bullicio que producía el acelerador, el aparato no dejaba de llamar la atención de los estudiantes, quienes por esos años no tenían acceso a usar la máquina que estaba reservada al selecto grupo de investigadores.

El profesor Martens recuerda una anécdota: “Hicieron pasar a un grupo de estudiantes –de la recientemente creada Escuela de Física de la FCFM– a ver el acelerador. La máquina estaba andando, pero sin producir haces de neutrones. De pronto entra alguien corriendo y grita ‘¿quién dejó entrar a esta gente? ¡Se irradiaron!’. Los alumnos estaban aterrados. Luego llamaron a alguien de biología y le dijeron a los estudiantes que tendrían que tomarse un antídoto. Les pasaron unos vasitos con un líquido, y como no alcanzó para todos, el mayor de ellos cedió su poción argumentando que tenía más edad y quedó como un héroe frente al resto. Era todo muy dramático... Una vez que se tomaron todo el líquido le contaron a los alumnos que no había tal radiación y que lo que acababan de tomar era un purgante ‘así que se van todos derechitos a la casa’”, cuenta Martens entre risas.

El legado del acelerador

El incipiente desarrollo de la física experimental en la Facultad demandaba una entrega total por parte de los científicos. La puesta en marcha del laboratorio le exigía a los académicos no sólo investigar, sino también pintar salas, salir a comprar, diseñar y construir piezas, además de las trámites que implicaba importar equipos. Jacobo Rapaport lo recuerda así: “El papeleo ocupaba un tiempo enorme. A pesar de contar con el apoyo de la administración universitaria, había que disponer de todas las formas en duplicado, triplicado o ‘multiplicado’ con sus firmas adecuadas para importar lo que fuese”.

La fructífera actividad que se desarrolló durante los primeros años de funcionamiento del acelerador generaron una serie de discusiones sobre cómo debía ser la formación de los profesionales del área. En 1960 se abrió la carrera de Física en la FCFM y muchos se cuestionaban si este tipo de programas debían seguir al alero de una institución independiente, como una Facultad de Ciencias.

Por esos años, el funcionamiento del acelerador Cockcroft-Walton era cada vez más complejo, por la dificultad de reparar sus piezas cuando presentaban problemas. Pero un convenio con la Universidad de California prometía la llegada de un nuevo aparato más moderno, un ciclotrón construido en Berkeley que finalmente al llegar a Chile dio pie a la creación de la Facultad de Ciencias, hacia 1966.

Con la entrada en vigencia de este nuevo aparato el Cockcroft-Walton quedó definitivamente fuera de carrera. Así se empezó a gestionar la compra de un nuevo equipo experimental, un Van de Graaff de 5.5 MeV. El proyecto estaba listo para mandarse a construir e incluso contaba con un préstamo internacional y el aval de la CORFO, pero el rector de ese entonces, Eugenio González Rojas, decidió no tomar el crédito por encontrarlo muy costoso.

El Cockcroft-Walton se utilizaba esporádicamente, y ya a principios de los 80 estaba en total desuso. Patricio Martens y Lincoyan González intentaron revivirlo, pero el terremoto de 1985 echó por tierra sus planes. El acelerador se transformó entonces en una pieza de museo que se lució en el Hall del Departamento de Física luego de su reconstrucción, para más tarde ser trasladado hasta el patio de la Facultad donde se encuentra actualmente, despertando la curiosidad de los visitantes de la FCFM.

“Esta máquina sirvió para catapultar un interés permanente en la investigación en física. Se estableció como una actividad que no tenía vuelta atrás y que había que desarrollar cada vez más. Gracias a este esfuerzo sostenido y a esta maquinita hoy tenemos físicos de primer nivel en Chile”, concluye Martens.

 

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